sábado, 19 de abril de 2014

Macondo.

El día en que murió Gabriel García Marquez millones de luces se apagaron a la vez en el globo, Macondo se ahogaba en cien años de soledad. El coronel Aureliano Buendía sucumbia mientras el circo pasaba a su alrededor. El silencio y la conmoción se hicieron uno. Gabo nos había dejado. Envuelto en su traje de páginas, de rezos y belleza. La noche en que nos abandonó Don Gabriel el whisky y la cerveza sabían mejor, todo era mejor.
Al día siguiente los medios recordaron que era comunista y ya nada sabía bien. Al día siguiente se vilipendió el nombre del escritor por sus creencias políticas. Al día siguiente llegaron los 400 muertos a Macondo, pasaron los viejos tiempos en que el no moría nunca el coronel Aureliano Buendía. Al día siguiente todo se había encendido otra vez, ni un minuto de silencio se guardó por el intérprete del mundo. 
Ni un solo segundo de silencio ha hecho que esto sea un tanto diferente al asco y la inmundicia que lo cubre siempre todo. Sólo quedará el recuerdo de haber visto algún día el hielo.

sábado, 12 de abril de 2014

El fantasma.

 - Tienes esa mirada.
   -¿Qué mirada?
   - La de haber sido herido por las mujeres, chico.
    Pensativo contemplé a la chica que se sentaba a mi lado en la barra del bar, vestida de colores oscuros, pelo largo y piel pálida. Sujetaba en la mano algo que parecía ser un vodka con fanta de naranja, como solían beber las chicas jóvenes que buscaban una borrachera rápida.
    - ¿Y qué sabrás tú de las heridas de las mujeres?
   - Dejan un sangrado especial en los ojos, tú lo tienes. Lo viertes en la barra de este bar.
Guardé silencio durante un par de minutos. No era cierto del todo.
    - Crees saber mucho, ¿no? ¿Y si mis heridas son por cualquier otra cosa? Me duele muchísimo que esta cerveza esté por la mitad -respondí con una sonrisa-.
    - Eres un tipo simpático. - dijo tocándose el pelo- Lo de la cerveza siempre se puede arreglar.
    La sonrisa que estalló en su mirada dio pie a una noche entera de baile en palabras, cuando salimos a la calle también bailaba mientras caminabamos, toda ella era baile, era una pluma.
     Cuando la dejé en su puerta, la besé en la mejilla y volvió a sonreir. "No quiero que te vayas así de triste", dijo, y la besé en los labios con frugacidad, ocultos por el paraguas de los edificios y las farolas como únicas testigos.
* * * * *
    A la mañana siguiente no había nada más que un muro de silencio. La pluma había desaparecido, la luz del sol revelaba los detalles que no había sido capaz de ver por la noche: su casa, al pasar por allí, resultó ser un conjunto de cochambre, nadie recordaba haberme visto con ella la noche anterior.
   Despertaba en mitad de las noches mirándola bailar, en cualquier lado, en las luces, en los fósforos, en las candela del hogar, en los líquidos alcóholicos, en la inmobilidad de las fotos.
     Un día la vi bailando con otro hombre, él iba andando y ella dando pequeñas zancadas delante suya. La vi transparente, vestida con las ropas que le agradarían al otro hombre, ya no era la misma. Era un fantasma. Me levantaba lleno de ira, pensando en ella bailando, viéndola desaparecer un día y aparecer en otro sitio, viéndola allá donde iba. No quería verla más.
    En mitad de la noche, perseguido por los espíritus del insomnio decidí levantarme, avancé despacio, tanteando los pasillos, las paredes, los muebles, la pata de una silla con la que me di un golpe en el dedo meñique del pie. Fui a la cocina a servirme una taza de alguna infusión, para que el líquido caliente se deslizase por mi esófago y me tranquilizase. Antes decidí parar en el cuarto de baño.
    Abrí la puerta y encendí la luz, como si no estuviese allí entré con el sonido líquido que da el pie descalzo sobre las losas de marmol, sin sentir apenas el contacto con la frialdad del suelo. De golpe, tomé consciencia de la gelidez de las baldosas, del frío que hacía fuera de la cama, que el fantasma ya no estaba allí. Empecé a celebrarlo y fui dando tumbos hacia la cama donde me quedé mirando el techo hasta que amaneció. Me levanté para comenzar un nuevo día, pero me sentía raro. No podía ser verdad, antes de desaparecer me había dado una última puñalada, ya no estaba más allí, en mi vida, pero, cuando me miré en el espejo, lo vi, lo sentí. En mis ojos:
     El sangrado especial de la herida que deja una mujer.

jueves, 10 de abril de 2014

Libros.

Hay ciertas sensaciones que se producen al abrir un libro nuevo. O viejo. No viejo por releerlo, sino al ver por primera vez sus páginas y sobre todo, sus palabras con consciencia de haberlo hecho antes pero sin ser capaz de recordarlo.
Hay libros insulsos cuyos párrafos se deslizan a gran velocidad sobre los ojos, se cuelan los vocablos uno detrás de otro en un ritmo sin sentido en el que solamente hay una historia, quizás apasionante, quizás entretenida, pero ese no es el libro que buscas. Hay libros cuyos párrafos van lentísimos, con una historia cargada, unos planteamientos brillantes y un contenido denso que se transmiten a la médula directamente, de los que puedes aprender demasiado.
Los primeros se leen solos. Cuando te quieres dar cuenta han pasado doscientas páginas y estás ya inmerso en ellos: tal y como vienen se van. Los segundos necesitan valor para ser leídos. Tiempo y ganas para que se descarguen sobre tu memoria y tu raciocinio. Vienen y se quedan durante mucho tiempo, marcan, pero tampoco son el libro que quieres.
El libro que quieres da un primer escalofrío al abrir las páginas, ya has oído hablar de él casi seguro, o lo has visto y te ha llamado, aparcado en la librería, la biblioteca o cualquier otro sitio, incluso un banco, un bar o un cine. El libro que quieres se vive de forma diferente, es como si tu cuerpo y tu mente se aunaran en el ritual de conocerlo y acercarte a él. Raspas su lomo con tus dedos y notas cómo se sienten tus yemas con el tacto de aquello que deseas, acercas el olfato al interior de sus páginas y disfrutas ante la inmensidad de saber que estás buscando eso.
Cada palabra que viaja de la página a tus ojos en fotones, presa de un código íntimo que solo tú y el libro comprendéis, aporta un nuevo escalofrío, una nueva sensación y, con avidez, lees. Lees con avidez y te frenas para que nunca acabe, aunque sepas que tarde o temprano lo hará, ningún libro es la historia interminable excepto uno.
Las líneas circulan de corrido, intentas frenar la velocidad, a veces olvidas el libro, a veces lo recuerdas y vuelves arrepentido a él. El libro se convierte en un todo y te llena y te descubre un abanico diferente en la vida, todo gira en torno a él, y todo se vuelve de otros colores más vivos, o más fríos, pero se vuelve de otra forma. El mundo pasa a través de él y ti para dar a conocer un olor más dulce, un sabor más intenso, una vida más placentera, hiriente. Convierte a la muerte en un parón oscuro que no se quiere ni mirar, hace olvidar las penas y las convierte en penas nuevas. Leer es amar.
Aquellos que amamos conjuntamente a la literatura y entre nosotros no debemos de separarnos nunca, tenemos que permanecer siempre unidos en el albor de los nuevos tiempos, en la caída de los imperios y en cada grano de arena que rodee nuestra danza, debemos leernos unos a otros.
Así, cada uno de nosotros tiene grabado a fuego las frases que dan comienzo a un millón de libros, como un primer beso, como un primer amor, heridas que lanzarse a uno mismo mientras se queda dormido, recordando haber amado la historia de otro, la vida de otro... “Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía había de recordar el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo”
Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar, en el primero, para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.”
Eran cientos. Cientos de estrellas. Cada una recorría luminosa una órbita diferente alrededor del mismo punto en el espacio. Un único punto. El centro de todo el movimiento del universo y él estaba sentado allí, en su hamaca, fumando un cigarrillo extra light.”
K permaneció largo tiempo en el puente de madera que conducía desde la carretera principal al pueblo elevando su mirada hacia un vacío aparente.”
¿Quieres dejarme ya? Aún dista el amanecer: fue la voz del ruiseñor y no la de la alondra la que penetró en tu alarmado oído. Todas las noches canta sobre aquel granado. Créeme, amor mio, fue el ruiseñor.”

martes, 8 de abril de 2014

Dolores.

Camino sobre los fuegos de la caja
cuando descubro las rejas oxidadas
de sentir en silencio.

Me duele la ausencia de tu cuerpo en cristal,
recubriendo la tardanza de mis pasos,
y cada paso baila.

Tu mirar atento en miles de adoquines,
me duele esta lluvia que tu canción canta,
disuelta en rayos de sol.

Me duele el aire que te falta y rompe,
y me duele que en distancia no seas dueña
de las blancas alondras.

Me duelen las manos posándose breves,
un paréntesis sobre las piernas tuyas,
un cruce de caminos.

Me duele haber vendido el alma en el
canto de la moneda de nuestros labios,
separando ambas caras.

Me duele el tiempo que te falta en el suelo,
sin crónica de una mirada ni caída
a una fosa de olvido.

Me duelen, me duelen... los nombres.

miércoles, 2 de abril de 2014

Gilipollas.

Un gilipollas. Sí, eso era, un gilipollas, eso es lo que necesitaba, un gilipollas de esos que se autonombraban a sí mismo con “j” en el adjetivo, de los que se aferraban a una idea como el que se aferraba a un clavo ardiendo sin ver cómo se le queman los dedos. Un puto gilipollas. Eso es lo que necesitaba. Eso es a lo que había llegado esa mañana a pensar. Un gilipollas.
El dolor de cabeza había empezado a remitir al abandonar la oscuridad y acercarse a la ventana, sentándose en la silla y dejando que el humo de su cigarrillo saliese tranquilamente por el hueco tras el que se colaba el rayo de luz solar. Se había quedado embobado mirando por allí, viendo el humo salir y la luz entrar, tarareando aquella vieja canción. “You're my sunshine”... Bobadas. La respuesta había llegado clara, prístina, como una aparición celestial, necesitaba un gilipollas. Alguien que se empeñase en llevarle la contraria pese a todo, un obstáculo salvable en el camino, una piedra a la que patear con gusto, una lata que llevar consigo, golpeándola. Eso era, un gilipollas. Alguien a quien insultar, a quien darle la categoría de igual intelectualmente para poder demostrarle lo equivocado que estaba. Alguien cuyos planteamientos rayasen en lo obsceno, que lo denigrasen a sí mismo y que expresasen alguna especie de clave simplista mental que explicase la correlación de ideas que le obligaban a, con miedo espantoso al conocimiento, darle vueltas al tema sin profundizar en él.
Tenía que tratarlo como un igual, darle la razón, considerar educadamente sus planteamientos para destrozarlos uno a uno, torturando su mente maltrecha. Era la paliza del intelectual, una forma de destrozo racional, una autodestrucción que le hacía garante de su persona, le enseñaba sus límites y le descubría cuan grande era. Lo mejor de todo muchas veces era que en realidad no se habían dado cuenta de cómo habían sido vilipendiados y, resaltándose a sí mismos en sus creencias, se daban por contentados al verse levantados hasta una altura, conscientes de haber sido partícipes de la maravilla de la interacción humana, sin saber que solamente tratan de acallar las ganas de partirse la boca de un macarra intelectual.
¡Qué maravillosos los gilipollas! El mundo lleno de ellos y en esa mañana de luz, nubes y humos parecía no aparecer ninguno de ellos. Cómo deseaba que el mundo se dejase arder solamente por ver uno de esos gilipollas, un cantero de las palabras que le arrojase como cantos rodados una idea, para devolverla hecha arte y así poder contemplar mejor la vida, la muerte, el horror, la música...
Convertir con filigranas las palabras en bellas palomas, no quería un gilipollas por la destrucción de éste mismo, sino solamente por el placer de crear esa belleza a su alrededor, desde la torre de marfil, a fin de cuentas, la caída de éste es un daño colateral.
Lo malo de los eufemismos son las palabras que ocultan debajo, daño colateral es un asesinato que no se quiere realizar directamente. De todas formas las ideas de un gilipollas no valen para tanto, dejarlo caer por ver la caída, a fin de cuentas, no era un drama tan grande. 
El día se había vuelto de pronto más apetecible, seguro que después vendría un gilipollas y lo fastidia.